Sonaban débilmente las cigarras al fondo, y sus acordes eran el perfecto acompañamiento a la intimidad. Oportunamente las luces del cuarto se habían apagado poco antes. Apenas se distinguían las siluetas suaves, el brillo en los ojos o esos finos surcos en la comisura de los labios cuando se dibuja una media sonrisa silenciosa. Las manos exploraban y se perdían, se encontraban y volvían a partir, con la parsimonia que no tiene la juventud y menos aún la madurez. Era el primer encuentro, y todo podía irse al garete de la forma más estrepitosa; no obstante, la expectativa del triunfo animaba a la pareja. ¡Cuántos besos perdidos! ¡Cuántas caricias olvidadas! Y poco después de medianoche, extenuados y satisfechos, se dejaron caer, medio abrazados y medio rendidos, a la luz mortecina de una vela, en la alfombra del salón.
De vida (José David Herrero Morín)
