No le preocupaba consagrar su vida a la oración siempre que el fuego se mantuviera encendido en la cocina. En un principio la idea de irse al convento no fue para honrar a Dios, sino para huir de la miseria. Han pasado más de seis décadas de oración y penitencia sin que logre olvidar la mirada impotente de la madre.
Estaban solas en la cocina y hacía tres días que las cenizas del brasero estaban frías, al igual que sus manos. Con voz tenue, la pequeña pidió un poco de caldo pero solo recibió una bofetada, a la que se sumaron muchas. Olvidó contar en medio del dolor. El sueño silenció los gemidos. Se fue el hambre. La madre viuda la cubrió con su cuerpo cansado hasta que las sorprendió el amanecer. Ahora, delante del plato con avena humeante, piensa en los extraños alimentos que es capaz de servir el amor.