La noche cae sobre la ciudad, sobre una callejuela del centro, sobre el lecho de cartones y periódicos que mitigan el frío a un vagabundo que lee. Ajeno a la oscuridad, el hombre desliza sus manos por las páginas de un libro. Sonríe. Disfruta con las ocurrencias de un catalán de Barcelona: un detective privado que se emborracha con vino blanco y alimenta la estufa con tomos leídos de su biblioteca. Cada cierto tiempo, el vagabundo se arrebuja en lo que fue un abrigo, reanima sus manos con el aliento, y luego las frota para desentumecerlas y continuar leyendo.
Justo al alba termina la novela. Salvo el índice de la mano derecha, no se siente el cuerpo. Un letargo tibio lo succiona despacio, y él se deja ir, feliz de haber conocido a ese loco de Barcelona.