Todos los vecinos de la urbanización tenían una alarma instalada en sus casas, pero él no lo entendió necesario, y ahora se arrepentía. Alguien había entrado en su casa.
Estaba en el salón, había golpeado la lámpara con la que él siempre se chocaba. No sabía qué hacer. Pensó gritar pidiendo auxilio, pero temía la reacción del ladrón; también descartó un cuerpo a cuerpo, pues su físico no acompañaba; y, para colmo, su teléfono estaba cargándose en la cocina. Al final, más por incapacidad que por estrategia, decidió hacerse el dormido.
El momento crucial llegó cuando se abrió la puerta de su dormitorio. Se esforzó por no mostrar su respiración acelerada, pero no pudo contener un suspiro cuando, de golpe, notó que el cajón de su mesita de noche se abría. El intruso estaba a su lado, y seguramente lo había descubierto, por lo que instintivamente reaccionó. Golpeó el interruptor de la luz y gritó: « ¿qué quieres?». Pero al abrir los ojos no había nadie.