Aquella pareja de gaijins demostrándose afecto con tanta pasión en la calle, ajenos a los escandalizados transeúntes, aún no acostumbrados a las decadentes costumbres occidentales, impactó al honorable maestro de haikus de la región. Esa fascinante visión supuso para el poeta el abandono de la senda de la literatura, para asombro de admiradores y detractores. Dejó de escribir los versos románticos que tanta fama le otorgaron en aquellos años gloriosos cuando la inspiración se desbordaba y dilapidó su fortuna en los placeres de prostíbulos de toda la península. Pocos meses después, enfermedades propias de los vicios corrompieron su cuerpo y acabó postrado en el futón de una miserable pensión, sin mostrar arrepentimiento por su licencioso estilo de vida. En su lecho de muerte, las últimas palabras que confesó a un íntimo amigo fue el epitafio del sepulcro que resguardarían sus restos: “el amor: hay que vivirlo, no escribirlo”.
El último haiku del poeta (Ana P. M.)
