Siempre estampo parte de mi lujuria en un último beso, sobre su pecho, y dejo su piel de devoto cubierta con mis huellas en forma de esquirlas. Es mi manera de exprimir su deseo hasta el último instante. Después tapo mi desnudez con el manto hecho a mano hace más de dos siglos y bordado con mil flores. De camino hacia mi pedestal es ya una tradición la lágrima de soberbia, precipitándose desde mi mejilla hacia mis pies que vuelven a endurecerse tan deprisa. Mi amante me sube a la peana, coloca la corona y acaricia mis labios otra vez de madera. Cómo detesto toda aquella liturgia que me imploran cada año desde que, los mismos que me inmolaron, me hicieron beata.
Transfiguración (Ewal Carrión Díaz)
