La chica del semáforo de enfrente es morena y sonríe al verme. O eso creo, porque oculta sus ojos tras unas enormes gafas de sol que modernizan su tristeza. Sí, estoy seguro, nos miramos… y nos gustamos. Me encantan sus botas y la falda verde. El deseo es interrumpido por el goteo constante de coches. Desaparece. Aparece. Desaparece. Aparece. Desaparece. Echo un vistazo al muñeco de rojo, que me recuerda al váter masculino de un bar de mala muerte demasiado frecuentado. Una moto frena en seco. Ha llegado la hora. No hay nadie más a su lado; ni al mío. Está quieta, como petrificada, y paulatinamente se le va esfumando la sonrisa. No se mueve, no anda. Yo tampoco. Mi cabeza le grita que avance, que dé el primer paso, ¿lo oyes? Yo no sé hacerlo, lo siento. Vuelve el de rojo con su cansina lluvia horizontal de humo. Mientras, ella desaparece y aparece. Desaparece. Aparece. Desaparece… Ya no está. Sólo una calle vacía. No volverá nunca.
Tráfico (Miguel Alayrach Martínez)
