El tío Sabas percutía con los nudillos sobre la mesa, al ritmo de aquel soniquete que solo él escuchaba. Los labios repiqueteando la melodía en muecas sordas y los párpados entornados ansiando la inspiración. Pa pa pam, pa pam, pa pa pam…
¡Ay! Si Dios le hubiera dado el don de la voz. Pero su voz era ronca y cascada. Qué gran sentido del humor había tenido con él. Dotarle con aquella pasión por la música, aquel oído fino y dejarlo mudo y loco de envidia.
Pero así era la vida, y de la vida sabía mucho a sus 73 años. Así que fumó, fumó hasta que le ardieron las cuerdas y la garganta se le secó. Se conformó con escuchar las voces de otros. Los envidió y los amó; y en muchas ocasiones lloró.
Aquella mañana le habían diagnosticado un cáncer de garganta. Pa pa pam, pa pam… Elevó la mirada al cielo y sonrió.
-¿No sería más divertido si nos riéramos juntos?
Se llevó el cigarro a la boca y paladeó el dulce amargor del tabaco.
Tío Sabas (José Juan Morillo Gómez)
