Mi cuerpo convertido en bytes. Mi sangre digitalizada. Mis jadeos traducidos en códigos que navegan sobre un océano de ruedas y varillas rumbo al vertedero de trivialidades.
Parecía que el orgasmo femenino era la eternidad de la que ninguna mujer podía ser despojada, hasta que comenzaron a plasmarlo en Instagram los mercaderes de su templo. Ya no se puede sentir que se vive si no hay fotografías propagándose en la red de los gorjeos sociales; reproduciéndose en el basurero del instante una y otra vez.
Pero yo seguí gozando. Las fotos no pudieron evitar mi Punto G desplegado en cinco versiones por mis caderas, mi frente y mis empeines.
Hasta que alguien decidió que dos cuerpos como el tuyo y el mío no tienen derecho a esta algarabía y resolvió aniquilarnos con un videoescupitajo titulado «Gordos viniéndose». Les parecimos muy graciosos.
Me resisto a vivir en tuits. A la pantalla se irá mi último aliento y me derramaré en el instante inmóvil de mi rabioso descontento.