Yacía inmóvil en su improvisado ataúd cromado contemplando las estrellas. Buitres brillantes que se disputaban la carnaza en la que ella lo había convertido, muñeco pusilánime por una negativa. Alejado para siempre del carrete del hilo rojo de su destino.
Tambaleándose hacia la orilla del pantano, se agachó para arrojar su frustración contra la inmensidad y el mundo. Cantos sin ecos de su desdicha que se hunden en la indiferencia más absoluta.
Lágrimas que fluyen del río de su fracaso se precipitan en el agua, diluyendo su dolor donde beben sus conciudadanos. Psicopompos involuntarios de su descenso infernal a la soledad más absoluta.
Anhelaba que parte de su esencia llegase a rozar los labios que sellaron su alegría, labios lapidarios que bebiesen el agua con fragmentos de su alma sumergida.
Sin embargo era el momento de volver a la realidad de su vida en el coche fúnebre en el que vino. Quizá su dolor fuese compartido.
Para su desgracia, ella lo celebro con cerveza.