Mami deja el plato humeante sobre la mesa.
–Cómetela toda, mi amor; las niñas tienen que alimentarse muy bien.
–No quiero.
–Ajá: ¿y esta vez por qué no quieres?
–Porque hay un señor en la sopa.
Mami trae su plato y se sienta a la mesa. Un minúsculo caballero de flux y corbata chapotea entre las verduras. Mami sonríe apenas y dice que está bien, que no se coma al visitante, pero sí todita, todita la sopa, como hacen las niñas buenas.
–Creo que el señor es mi papi. Hola, papi– dice Anita.
Alborozado, el ejecutivo saluda con diminutos aspavientos y voz de colibrí. Anima a la niña a comerse todo. Una cucharada tras otra, la pequeña da amarga cuenta de zanahorias y patatas. Sin que Anita oiga, Mami susurra:
–Buen trato, Pablo. Tú ves a tu hija con frecuencia y yo me libro de esta guerra. Puedes venir cuando quieras, pero sólo en la hora del almuerzo. El divorcio ideal. De cualquier manera, siempre fuiste un hombre muy pequeño. Y por cierto, buen apetito.
Un señor en mi sopa (Edgar Ferreira Arévalo)
