La noche había pasado. Había despertado con la esperanza de ver los rayos de sol tocando la tierra y disipando el frío de la noche anterior. Había sido un merecido descanso. Había amanecido con la intención de encontrar la causa de la oscuridad que ahora reinaba sobre todo. La habitación seguía en tinieblas; no tenía ni una sola ventana y había tapado toda la puerta para que no penetrara el frío. El teléfono había muerto por completo, y con él, la única fuente de iluminación que tenía. Pero no importaba, no lo iba a necesitar porque la luz del sol iba a ser más que suficiente… ¿O no?
Desesperado, me levanté de la cama y corrí hacia la entrada para abrir las puertas de par en par; necesitaba sentir el sol en mi cara y ver la luz del día. Pero mientras caminaba, mientras salía, me daba cuenta de que algo andaba mal, pues el frío seguía y el sol no se había hecho sentir. Al abrí los ojos presencié lo que había estado temiendo: La noche seguía ahí y la oscuridad se había hecho eterna.