Siglos atrás, al llegar el otoño, las hojas de los árboles imitaban las costumbres de los pueblos.
Los había virtuosos: allí las hojas se resignaban al paso del tiempo. Les llegaba la hora y danzaban al viento en adioses apacibles.
En los pueblos vacilantes, ellas prometían morir en el río. En cada despertar, era el valle el que amanecía cubierto por un lecho reseco y marrón.
En los pueblos tristes, las hojas se arrancaban a sí mismas aún verdes y se incrustaban en las fauces del pantano en un pacto suicida. Las que sobrevivían, ahogadas en llanto, alimentaban la ciénaga en donde iban a morir después.
También hubo un pueblo enfermo de avaricia. Los hombres dejaban a mujeres y niños al pie de los árboles y partían a sembrar terror en aldeas vecinas.
Una tarde volvían, exultantes. Cargaban cofres pesados y ajenos. Creyeron que la llanura teñida en sangre era el fulgor del crepúsculo.
Creyeron mal. Las hojas habían copiado su instinto; sembraron muerte dejándose caer como granadas.
Según caen las hojas (Horacio Fernández)
