Fue una extraña mezcla de poder y vulnerabilidad lo que sintió en ese momento. El pudor se esfumó en los primeros cinco segundos. Después…solo fuego.
No era una modelo al uso, de tez de caramelo, líneas firmes y cabello sedoso. En su cuerpo, vestigios de una caprichosa vida, escultora desleal que con cincel de hierro le talló huesos agudos, cortantes, torcidos.
Pero bajo la intensa mirada de los artistas, que recorrían su asimétrica desnudez sin dejar ningún pliegue al olvido, su ajada piel se vistió de terciopelo azul, del color de la electricidad, la misma que sentía chisporrotear por todo el vello de su cuerpo.
Había dejado al otro lado de los caballetes su ropa, entretejida hoy de miedos e inseguridades de ayer, y se exhibía como nunca antes, apasionada, bella.
Al final de la sesión, como al final de su vida, su recuerdo dejó en los demás solo trazos inconexos, pigmentos grises y formas vacías, ningún lienzo le devolvió lo que ella verdaderamente sentía en su interior: rojo carmesí.
Rojo carmesí (Ana Costalago)
