Mientras encendía el cigarrillo, Mario recordó los días en que su madre regresaba de la ciudad y cómo él salía corriendo de la escuela al oír el autobús que entraba en el pueblo haciendo sonar el claxon. Al abrirse la puerta de su celda, el humo del cigarrillo giró describiendo una parábola perfecta al tiempo que los carceleros le cogían por las axilas y le arrastraban por el pasillo. En su recuerdo, cruzaba a toda prisa el puente hasta doblar la esquina de la iglesia y atravesar la granja de su abuelo.
Lo sacaron al patio de la cárcel y la luz del sol contrajo sus pupilas no habituadas a tanta claridad.
Llegaba a la plaza y buscaba con ansia a su madre bajando del autobús.
Le colocaron de espaldas a la tapia y le cubrieron los ojos. Por fin la veía.
Se oyó cómo cargaban los fusiles y Mario respiró aliviado.
Daba un gran salto impulsado por sus cortas piernas y elevaba sus brazos hacia ella. Al otro lado de la tapia, los pájaros, sobresaltados, volaron espantados de sus nidos.
Reencuentro (Fernando Manuel Manzano García)
