Cruzaba el puente antiguo cada mañana al salir el sol. El niño, arrastrando sus siempre lustrados zapatos y con harapos por vestimenta, cargaba con su cajón de limpiabotas en dirección a la ciudad.
Treinta años ya desde que había encontrado aquel cajón de limpiabotas. Treinta años escuchando conversaciones ajenas y recibiendo limosna de desdeñosos extraños. Treinta años de betún y grasa. Treinta años de mirada apagada y sueños olvidados.
Al final del día, al anochecer, de pie al borde del puente antiguo, el limpiabotas observaba con un brillo en la mirada las turbulentas y oscuras aguas del río. Profundas. Acogedoras. Maternales.
Al amanecer, en el puente antiguo, un niño de cara sucia se encontró un cajón de limpiabotas. Agradeciendo a Dios su buena fortuna cargó con él y se dirigió a la ciudad.
En el puente antiguo (Rafa G. García)

¡Qué bonito!