Aquel día de verano de 1945 explotaron todos los botes de cristal en el almacén de los recuerdos. Se mezclaron los buenos, con los fatídicos; estos últimos generaron una peste. No hubo forma de detener la catástrofe. Nunca se supo qué causó el incidente ni si fue provocado.
Desde entonces, cada habitante de aquel pueblo de nombre impronunciable vaga andrajoso con un pañuelo arrugado entre las manos. Dicen que les sirve para secar las supuraciones del corazón y recoger la sal de sus ojos.
Han pasado muchas décadas, y aunque nadie se acerque por allí, se rumorea que un héroe anónimo escapó en busca del antídoto.