Pablo sentía que el techo de su casa se desplomaba al ritmo de la «Obertura de Tannhäuser». Él, acérrimo seguidor de Verdi, llevaba ya demasiado tiempo soportando al Wagner del vecino.
Encaró los escalones que le separaban del piso de encima. A mitad de camino paró para controlar el resuello pero al llegar golpeó el timbre con todas sus fuerzas. Un hombre mayor abrió la puerta con una sonrisa. Pablo lo cogió de los hombros y lo zarandeó violentamente. El vecino, por pura sorpresa, se fue al suelo.
Asustado, Pablo se retiró escaleras abajo y salió a la calle. Aceleró el paso pero Wagner seguía doblegando sus tímpanos. La música comenzó a extraer recuerdos: las noches de ópera en vinilo, la pasión por Wagner, el amor en el tercer acto…
Violeta, la mujer de Pablo. Hoy hacía tres años de su muerte. Ya no podía escuchar a Wagner. Sintió que sus piernas eran de goma. Se dejó caer y cerró los ojos. En una pausa dramática de la obertura le pareció escuchar a Violeta. Sonrió. Le llamaba.