Juan había perdido su trabajo, su casa y su dignidad. Las arrugas prematuras cincelaron su piel y los surcos, en sus ojeras, se fueron haciendo cada día más profundos.
“Envejecer es un premio”-le había dicho siempre su viejo. Paseó su decrépita juventud por todas las calles de la ciudad buscando un sustento, que a duras penas conseguía. Se miraba en los espejos de los escaparates y las lágrimas resbalaban por la senda habitual, ya tatuada en su piel.
Una mañana de otoño se sentó en el banco de un parque a contemplar la vida: estudiantes apresurados; madres y padres acompañando a sus hijos al colegio; parejas de ancianos que paseaban cogidos de la mano; patos nadando en el estanque; palomas revoloteando.»Cuántas acciones ocurren en, tan solo, un instante»-pensó. Estaba tan cansado que se quedó dormido, plácidamente, mientras los débiles rayos de sol le acariciaban el rostro.
“Te equivocaste, mi viejo. La muerte es el premio, envejecer, el camino” –decía su epitafio.
Genial, cierro los ojos y veo a gente como Juan sentadas en un banco sobre una fachada de cal de un pueblo andaluz, mi pueblo «Paterna de Rivera». Me ha encantado.