Aquel día viniste a decirme que a tus pestañas les pasaba algo. ¿Pestañas? Jamás había oído esa palabra. Me miraste como si fuese yo el loco y, después de ponerte como un niño, me explicaste que eran esos pelos alrededor de los ojos. Te lamentabas de que te habían desaparecido, las pestañas esas. Fue entonces cuando manifestaste que ibas a hablar con tu mujer, a llamarla por teléfono y hacerle saber cómo pretendía volverte loco ¿Mu-jer?, pregunté. «Ahora me dirás que tampoco existen las mujeres», susurraste.
De esto ya hace tiempo y en el hospital me dicen que cada día te inventas algo nuevo. Ayer, por lo visto, fue jirafa, según tú, un animal de largo cuello. Me dicen que te pasas las horas muertas, sentado en una silla, sin hablar con nadie, consultando un diccionario y musitando “tampoco está”. Yo solo quiero que vuelvas a nuestra choza y podamos hacer el bule-bule y mirar los zurrens, como solíamos hacer antes de todo esto, mi querido Zoidarobio.
Pestañas (Juan Negreira Montaña)
