Nació con colores mortecinos, y esto para un canario era un lastre demasiado pesado. Ya había tomado conciencia de que su vida transcurriría en cautiverio, pues había eclosionado en la pajarería “La pluma”. Día tras día, veía cómo los clientes entraban y elegían a sus hermanos, de colores alegres; no importaba que se esforzara por cantar como un primor, nadie valoraba su bello canto.
Cuando aquel hombre se fijó en él la alegría recorrió todo su plumaje e incluso pareció resplandecer.
Pasaban los días, tenía frío. Su canto se perdía en la oscuridad cuando una leve somnolencia empezó a cerrar sus ojos.
El grito sonó en toda la galería:
—¡GRISÚ!