Fondeó a prudente distancia de la costa, la bahía virgen siente caer los primeros botes en sus tibias aguas. Asombrados peces, abrumados simios felices departen con loros, guacamayos, zancudos, serpientes, insectos y felinos. La ferviente abundancia, el portentoso regalo de los Dioses. Unas sombras erguidas y majestuosas como lámparas de bronce y barro, observan.
Aquellos hombres cantan ebrios como soldados felices, hace poco más de dos días estuvieron ciegos, clamando, pidiendo volver hacia la luminosa mancha azul del horizonte que dejaron a sus espaldas. La desmemoria del hambre hoy es un vago recuerdo. Sacuden con fuerza los remos y avanzan, avanzan y anhelan.
El más fuerte de los que observan levanta sus manos al cielo, sus dedos casi acarician – húmedos de sangre – las poderosas ráfagas de los vientos que, cruzados en aquella esquina del paisaje, se llevan rápidamente los gritos de los sacrificados. El hombre de bronce y barro danza frenético, agradece la llegada de la carne fresca.
Pequeña Venecia (Cedhot Arias)
