Tirado por un caballo, el carro avanza penosamente entre jirones de nieve y restos humanos. El ruido que produce es el único sonido de esta mañana invernal, lo demás es el turbio silencio que sigue a la barbarie. A mitad de la ladera se detiene. El hombre que lo maneja se baja despacio. Viste un abrigo oscuro con el cuello levantado, lleva la cabeza y el rostro envueltos con una bufanda, y sus botas están demasiado sucias para seguir mereciendo ese nombre. Después de abrir la puerta trasera, coge una pala y la arroja al suelo. Una bandada de cuervos alza el vuelo lanzando graznidos, sus siluetas salpican el cielo de manchas negras hasta que poco después, aún hambrientos, se posan varios metros más allá. Primero aquellos cuya identificación resulte posible, después todo lo demás, esas son las órdenes. Anda hasta el grupo de cuerpos más cercano. Tras dar la vuelta al primero y contemplar un irreconocible rostro carbonizado, vuelve a dejarlo boca abajo y se encamina hacia el siguiente.
Órdenes (Arturo F. Garrudo)
