Entraron a la oficina del ingeniero y la niña no le soltaba la mano. Entraron, y los ojos de la niña se abrieron de golpe y todo le asombraba: los grandes planos, las pantallas brillantes, las impresoras con su murmullo. La niña, asustada y divertida, iba y venía por entre las mesas. El ingeniero la llevó al ascensor para subir a la azotea, a la planta ochenta y ocho. La niña —con su dedo de niña— pulsó el botón de plata. «Nos elevamos», dijo el ingeniero aún de la mano de la niña. Al abrirse las puertas vieron el cielo de la ciudad con sus nubes quietas. «Hemos llegado», susurró la niña, y soltó la mano del ingeniero.
Ochenta y ocho (Enrique Valladares)
