Entré en la habitación y ella estaba de espaldas, mirando por la ventana. Al pronunciar su nombre se giró repentinamente, sobresaltada, y se dirigió hacia mí con gran entusiasmo. Me saludó, me besó y me pellizcó antes de que pudiera reaccionar. Se tumbó en la cama y yo me senté al borde. Apagó la televisión porque decía que molestaba. No paraba de hablar. Me habló de los veranos en Galicia, donde se podía dormir incluso con manta; también recordó aquel concierto de María Dolores Pradera con el que tanto había sentido y tanto había llorado. Sus ojos brillaban y le temblaba la voz por la excitación. Me cogió la mano y me pidió que no me fuera, que tenía muchas ganas de estar conmigo. Acarició mis mejillas y miró mis ojos en profundidad. «No sabes lo que me alegra que estés aquí, hijo mío», me dijo, y no supe responder. No era su hijo, sino el médico que iba a seguir su Alzheimer. Pero no quise explicárselo. Decidí ser lo que ella quisiera.
Nuevos recuerdos (Pasamonte)
