Quería desaparecer sin llamar la atención. Simplemente no iba con ella así que, cada noche, se iba vaciando con una cucharilla. Para no dejar rastro, se deshacía de la carne sobrante alimentando a los tristes gatos del solar contiguo a su casa.
A pesar de su discreción, hubo más de uno que la notó cambiada, más flaca que de costumbre, más pálida de lo habitual, pero lo atribuyeron a la inminente llegada del verano, a un tardío pero honroso intento de meterse en algún bikini siempre demasiado estrecho. Y la felicitaron.
Un día ya no pudo más. Caminaba por la calle y se desvaneció. Su cuerpo contra el suelo sonó como el tañido de una campana. Se le había quedado la cucharilla dentro. Aquel sonido extemporáneo llamó la atención de los transeúntes que, inmediatamente, llamaron a la ambulancia. Allí mismo intentaron reanimarla pero su cuerpo ya solo albergaba la cucharilla y su corazón pegado al pecho por dentro con cinta adhesiva. Los gatos, ahítos de su carne, se habían negado a comérselo.
Mujer al vacío (Laura Ramos)
