Todavía no entiendo por qué Max intentó arrancarme el brazo a mordiscos la otra noche. Le recogí en la calle hará cosa de seis años. Debió atropellarle algún desgraciado que lo dejó allí sin más. Yo volvía de una lectura de poesía. Me encantaba escribir. Bueno, me encanta, solo que ya no lo hago.
Le llevé al veterinario, le curaron las heridas y siguió un tratamiento de varios meses. Desde entonces, cada noche, consulto con él todas mis decisiones. Le hablé de empezar a trabajar en el banco, de cambiarnos de mi pisito en Chueca a un casoplón en las afueras, de vender mi viejo todoterreno y comprar un deportivo japonés; todo lo que me ha convertido en lo que soy.
Él siempre ladraba. Cuando le dije que un director de sucursal no podía escribir poesía, que ya nunca más sería un muerto de hambre, Max ladró más fuerte. El vecino llamó preocupado. Esa noche Max también me atacó. Intentó salir corriendo por la puerta y, cuando le agarré por el collar, entonces me mordió por primera vez.