Una mañana, cuando tenía ocho años, madre me despertó vestida de negro. Después, me puso el traje de los domingos, aunque fuera jueves. En casa, todos vestían el negro y cuando pregunté qué ocurría, me mandaron a callar. Un primo, mayor que yo, se acercó y me susurró: “¿No te lo han contado? Ayer, tu hermano jugaba a la rayuela en el patio trasero. Tiró la piedra y cayó en el número tres. Con la pata coja saltó al uno, saltó al dos… ¡y zas! cuando pisó el tres, el cemento del patio se lo tragó. Por eso, hoy estamos de funeral”.
Por la noche, decidí visitar el dibujo hecho por mi hermano. La luz de la luna ofrecía claridad. Había llovido, pero encontré los restos de tiza. Para mi sorpresa, ¡sólo permanecía el recuadro del número tres! La piedra se encontraba sobre la raya. Se me aceleró el corazón. Pensé en Ernesto… Miré el número tres… Levanté el pedrusco, cerré los ojos y tiré al único número que quedaba. Un alarido hueco inundó la casa. Era de mi madre.
Más que un número (Gabriela)
