Mi abuelo era niño cuando los obuses le reventaron los tímpanos y le dejaron los ojos llenos de tierra. Hubo de renunciar a los libros, y a la música, y vivió bajo el régimen sigiloso, pero implacable, de la añoranza. Un día, poco antes de morir, le pregunté cómo soñaba las olas y si a sus oídos llegaba, aunque fuese fugazmente, algún rumor.
Me respondió que sólo soñaba, en noches de embriaguez, con náufragos que gritaban su nombre.
Se me olvidó decirle que al amanecer, cuando bajo a la playa, busco entre los supervivientes rostros que se le parecen.