Qué suerte tiene ese miserable. Echado sobre su cálida cama, arropado entre una multitud de cobijas y con un compañero de felpa calentando su lomo. No hizo nada para ganarlo, y sinceramente, dudo que se lo merezca. De vez en cuando lo veo mover la cola como loco, cuando le acercan una mano o un rostro da lengüetazos a diestra y siniestra, e incluso a veces corre tras una vieja pelota. Pero fuera de eso, no creo que ese perro tenga mucho mérito que digamos. Es solo un perro. Nada más que eso. Quizá por eso lo envidio tanto, porque tiene todo aquello que yo deseo poseer. Sé bien que los gatos no somos los favoritos de nadie, pero no me caería mal una caricia en la espalda. Un plato de esas dulces galletas con forma de pescado, y ¿Por qué no? Un poquito de agua dulce en lugar de la eterna agua de charca. Pero qué más da. Él está adentro y yo estoy afuera. Así es como siempre será… Ya se durmió, justo cuando comenzó a nevar… Voy a dormir también. Seguro mañana todo será mejor al despertar.
Los deseos de un gato (Daniel Abrego)
