Eran las doce.
Con la primera campanada me hicieron arrodillarme ante una multitud muda.
La segunda campanada me sirvió para encontrar con la mirada a mi mujer, afligida.
Con la llegada de la tercera, el sol iluminó mi descuidado pelo.
La cuarta campanada se mezcló con el sonido del acero al deslizarse contra la piedra. Una y otra vez.
La quinta trajo consigo un empellón, fuerte, despectivo y sádico, que me llevó a impactar contra un tronco de madera.
En la sexta, una mano me agarró por la cerviz y me incrustó la cabeza en una madera húmeda y hedionda. El olor sanguinolento revolvió aún más mis intestinos.
El séptimo tañido me cegó por completo. Una bolsa de cuero veló mis ojos.
Octava, novena y décima se sucedieron velozmente, deseosas de llegar al final.
El onceavo toque, me puso alerta. El corazón me dio un vuelco, el vello se me erizó. Mis oídos se agudizaron escuchando unos pasos amenazantemente cercanos. Mi vista, cegada, creyó ver de nuevo a mi esposa.
Doceavo, silencio eterno
Las doce (Jesús)
