37 grados. Las 05:33 de la madrugada en plena mitad del 2016. 34 es la sensación térmica dentro de mi habitación, piso 1º del número 93 de la segunda calle más larga de Madrid.
Han pasado 5 horas y 34 minutos desde que mi cuerpo se dispuso 180 grados sobre el lecho, y ya es la tercera vez que interrumpo un sueño intermitente que no llego a recordar para calcular las posibilidades de dar con el lado frío de mi almohada.
No pierdo la esperanza. Mis ojos siguen cerrados pero soy muy consciente de que en esta cama de 90 hay un lugar mejor para mi diámetro de 174 milímetros (de cráneo).
Niego con la cabeza hasta 6 veces en busca de mi ansiado destino, pero el resultado es nulo. Siguiente paso: rodar hacia la otra punta de la cam… “Pffff”. Una onomatopeya de 5 letras que alguien articula por mis movimientos me recuerda que en este colchón había 2 personas. Si no me fallan las cuentas, me quedan menos de 100 caracteres para convencerla de que no se vaya y los acabo de malgastar.
El lado frío de mi almohada (Jaime Ruiz Tomé)
