Aquel domingo nevaba, pero ello no impidió la visita. Ni un solo coche en los aparcamientos. La floristería de Stephen, sin embargo, abierta. Compré una rosa y me adentré en la urbanización de muertos. Tan solo se escuchaba el viento y el crujir de las hojas. No me crucé con nadie mientras atravesaba aquel laberinto de nichos. Sin embargo, notaba alguien más. Cerca. Al cruzar la última esquina, me encontré de frente con un tipo alto con gabardina: nieve en los hombros, sombrero y gafas. Giré. Otro hombre. No recuerdo nada más. Al despertar, estaba a oscuras. Me incorporé y golpeé mi frente con un techo húmedo. Rodé. Encontré algo: una linterna. Estaba dentro de un nicho. Comencé a temblar, pero no era capaz de articular movimiento. Quise gritar, pero no podía siquiera balbucear. En mi pecho, un folio con un mensaje: “Hoy, pasas la noche aquí; en la urbanización de los muertos. Mañana, avisamos a la policía: hay un vivo al que aún no le ha llegado su hora. Aún, si cumples tu palabra.”
Laberinto de nichos (Francisco Esquivel Romero)
