Un desorden de pétalos me recibió al entrar a casa.
No me extrañó. Carlos y sus célebres arrepentimientos. Si me tratara siempre así, el mundo sería un lugar mejor. Pero sólo soy coronada reina durante las reconciliaciones. Julieta Venegas paseaba su voz de niña adulta por el recinto. Entre dudosa y complacida, seguí el rastro de flores hasta nuestra habitación. Allí estaba, cabizbajo. Deshojaba un ramo de rosas con tristeza. No. Más bien con rabia. Y mucha. ¿De modo que era esto? ¿Pero no fui yo la maltratada?
Nos miramos en silencio. Aún me dolía el brazo derecho. Entonces recogí una docena de pétalos y procuré armar de nuevo una rosa completa. Agotada, suspiré:
–Ahora inténtalo tú, Carlos. Pero con tus palabras. O mejor aún con tu vida. Que es la nuestra. O lo fue. Ya no lo sé.
Y me marché, procurando no pisotear demasiado la ofrenda floral.
La rosa (Edgar Ferreira Arévalo)
