Se exasperaba con el asedio maquinal de las moscas estivas.
Desde el café con leche matinal sentía el impúdico
cosquilleo de sus patitas. Andaban como presas de un
irritante histerismo.
Era una suerte de violación constante.
Vencida la tarde sobre la ardida arena, otra volandera
se le vino a posar en el muslo derecho.
De la persecución exhausto, esta vez se ciñó a
observarla.
Fue ahí que se paralizó angustiado.
Porque tuvo la despiadada claridad de reconocerla.
A ella, la primera mosca; el mismo insecto contumaz del
desayuno.
¿Había sido siempre ella?, ¿la misma mosca?