Se sentó al borde del agujero que había cavado. Estaba exhausto y sudoroso, pero extrañamente feliz. La luna, que esa noche brillaba más que nunca, iluminaba el ataúd de su difunta mujer. Recordó la última vez que habló con ella, antes de que la desenchufasen del respirador artificial.
-No quiero acabar bajo tierra. No dejes que acabe así. Prométemelo
-Te lo prometo.
No hubo un “Te quiero” de despedida. Entre ellos no hacía falta. Sacó el ataúd con mucho esfuerzo. Pesaba más de lo que él creía. Volvió a echar la tierra en el agujero y metió el féretro en el coche, saliendo de allí a toda prisa. Se giró hacia el maletero y dijo:
-Volvemos a casa.