Subió las escaleras hastiado y caminó por el oscuro pasillo hasta posicionarse frente a la puerta de madera que lo veía salir cada anochecer. El ojo de la cerradura lo miraba fijamente, sin pestañear. Tenía miedo de introducir la llave y destrozarle la córnea así que probó a llamar al timbre, pero no había nadie en casa.
Vaciló durante unos instantes, luego actuó directamente, sin pensar, y abrió la puerta como se lo había visto hacer al resto de los vecinos.
Al entrar se encontró con lo que más temía: la cerradura yacía en el suelo, tuerta, ensangrentada y probablemente muerta. Tendría que enterrarla en el jardín junto al resto de cadáveres y volver, una vez más, a la ferretería.