Estoy aterrado y exhausto. Prisionero en mi dormitorio, sobre mi cama. Desde hace dos días y dos noches. Algo, no alguien, me acecha oculto bajo el somier. Silenciosa e inmóvil, esta presencia indeterminada, quizá caída de alguna de mis pesadillas, espera mi asomo o fuga. Mi error definitivo.
Ignoro por qué eso, sea lo que sea, no sube desde el sótano de mi cárcel y acaba conmigo de una vez. Porque terminaría el juego, supongo. Mi angustia. Su deleite.
Hace ya muchas horas que rompí la ventana con el arrojo de la lámpara y he estado gritando hasta enronquecer. Pero no ha venido ni vendrá ya nadie.
Primero, los vecinos fingieron no oírme. Después, para ahogar mis súplicas y también su conciencia, seguro, encendieron televisores y radios a todo volumen. También tienen miedo. Por eso me abandonan a mi suerte. A mi desgracia.
Sospecho ser la ofrenda destinada a calmar esta ira, qué le habré hecho, amorfa y calculadora, cruel e infalible.
Estoy muerto. Ojalá pronto descanse, por fin, en paz.
La ofrenda (José Luis Díaz Marcos)
