Llego tarde. «5 minutos» anuncia la pantalla. Jadeante, me siento en el banco metálico.
Una niña de unos ocho años, de ojos vivos, demasiado grandes para su carita redonda, se planta delante de mí y me mira con una sonrisilla burlona. Lleva una diadema de carey en la mano, siempre le han molestado los adornos del pelo. Sus leotardos, que deberían ser de color beige, están teñidos de marrón y llenos de enganchones. Es probable que haya trepado a la morera de su vecina, las hojas tiernas son las que más le gustan a sus gusanos de seda; o quizás se haya arrastrado a ese lugar secreto donde nunca la encuentran cuando juegan al escondite; puede que haya saltado del columpio para ver quién llega más lejos; a lo mejor se ha caído de la bici. ¡Quién sabe! Esa niña siempre tiene algún motivo para romperse los leotardos. Saca de su bolsillo una moneda de veinte duros.
—Hace demasiado tiempo que no te rompes los leotardos. —Se ríe—.
Un pitido me despierta. ¡El metro!
La niña de los leotardos rotos (Esther García Pastor)
