Había decidido que tenía que ver por sí misma lo que sucedía ahí dentro. Sentada en los tendidos de la plaza de toros de Madrid, se quedó observando la inmensidad del edificio, el color de la arena, las banderas de España…
Sonaron clarines y timbales y dio inicio el festejo. ¿Toda aquella parafernalia para matar a un animal? Pensó, ¿por qué? Rememoró esa escena en la que Máximo les preguntaba a los asistentes a la lucha de gladiadores si se habían divertido.
Entonces apareció. La criatura más bella que jamás había visto. Pelaje negro, mirada altiva, trote orgulloso y aquellas peligrosas armas coronando su frente. Una divinidad encarnada. La primera embestida que dio contra los burladeros hizo temblar el edificio. El torero se acercó al animal y consiguió hacer suyas las embestidas. A ella aquello no le divertía, pero sintió emoción.
Cuando vio caer al toro, una lágrima se deslizó por su rostro. Sintió la muerte del animal, pero sabía que los dioses no podían morir.