Gritaba que los únicos que nacían eran los poetas. Que los otros se hacían leyendo. Soltaba esas cosas por la noche, en el tugurio, subido en la silla, y se hinchaba como un pavo. En fin: entre tuertos, manda el cegato. Al verme, ordenaba los folios y le ponía el capuchón al boli. Nunca me encargó ir a Apple. Escribía a mano. A mí, tanto me daba un material que otro, pero solo me pasaba la lista, y me palmeaba el hombro. Mejor hubiera sido una mediana. «Léelos», decía. Yo repasaba nombres y títulos. Tenía una letra pulcra, no como esa maldita uña larga y amarilla. Muchos adjetivos, poca higiene. Eso no se lo decía, claro. Mejor no hacerle enfadar. Le salían demonios por la boca. «¿Sí?», decía. Yo guardaba el papel, y me iba para la librería, Rambla abajo. De camino memorizaba los títulos. Igual que cámaras y ángulos muertos. Rimbaud, Carver, Salinger, Bolaño. Libros que cabían en un bolsillo. Las mañanas de sol era más complicado concentrarse con tanta minifalda y escotes. Rimbaud, Carv…
La lista (Miguel A. Ortiz)
