Sus gatos murieron de empacho la semana anterior, o eso aseguraba el vecino, que adoraba el maullar de aquellos felinos y jamás habría sido capaz de arrojar comida envenenada al jardín de nadie. Su novia llegaba a las tres de la mañana porque tenía que hacer horas extras en la oficina y, claro, después de semejante explotación laboral, no le quedaba otra que beberse un whisky de camino, explicación que cuadraba perfectamente con su aliento y con el brillo de sus ojos. Su madre falleció en un descuido, para llamar la atención; la carta de suicidio y sus constantes alusiones a la soledad no eran si no detalles que esa cabezota utilizaba para despistar a los allegados. Y fin del asunto. Ahora sólo necesitaba saber que tenía señal de antena, suficiente cerveza, la bandera nacional limpia y una vida por delante para matar vecinos, dejar novias y llorar madres.
La gran evasión (Judith Bosch)
