Subí las escaleras excitada, sintiendo que ingresaba en otro mundo. Viejo y polvoriento, pero fascinante. La dueña de la librería me había invitado a hurgar por mí misma en el altillo, y tan solo preguntó mi nombre. La vi tomar nota en un papelito.
Había cientos de libros en el desván, casi todos bajo una capa de polvo. El más cercano a mí tenía una textura especial, como de un cuero apergaminado, y le habían pegado una etiqueta que rezaba “Isabel”. La dueña anterior, seguramente.
De pronto me sentí mareada y mis rodillas flaquearon. Decidí sentarme, pero fue peor. Me asaltó una parálisis creciente, y mis piernas se empezaron a encoger fuera de control. Observé con horror cómo todo mi cuerpo se iba plegando sobre sí mismo, y yo no era capaz de gritar. Mi cabello se comenzó a volver ancho y chato; mi piel, apergaminada y gruesa. Mi rostro se cerró sobre mi pecho y ya no pude ver más nada.
Lo último que sentí fue que me estaban pegando la etiqueta.
La etiqueta (Román Ignacio Ksybala)
