La chica amarilla odiaba tanto ese color que se cubrió entera de él, a ver si las avispas confundían su miedo con un hogar y en vez de picarla, la besaban.
Un día sin número conoció a Alguien, que prefería los dibujos de las flores a las propias flores, porque decía que la flor muere, pero la tinta nunca.
Y la chica amarilla se tatuó una flor, y decidió escribir con el tallo el nombre de la avispa, porque sabía exactamente el lugar de la habitación en que estaba Alguien en cada momento.
La chica amarilla mandó a sus avispas a besar a Alguien, para crear algo más que tener en común.
Pero Alguien odiaba a las avispas, y a pesar de que le gustaba la chica amarilla, no la buscó. No era suficiente. No era especial. No era un dibujo muerto.
Y la chica amarilla se enfadó con sus avispas.
Y estas le picaron.
Hasta arrancarle la flor del corazón.
Y Alguien la olvidó, porque la chica amarilla ya no era amarilla, estaba muerta.
Y a Alguien le gustaba la chica amarilla.