Él la miraba sentarse en el desván mientras las gotas de sudor caían de su frente hacia el suelo y lo traspasaban. Percibió el olor de sus ancestros africanos brotarle de la piel e hipnotizado caminó a ella, aunque su corazón quería salirse del pecho para buscar dónde esconderse.
El temor corría por sus venas como veneno desastroso que infectaba todo su cuerpo y le causaba temblores. Tuvo que tomarle prestada valentía a la vida para mirarla de frente, pues estaba a punto de decir las palabras más difíciles que habría de pronunciar durante toda su existencia.
Respiró profundamente y con voz entrecortada dijo:
– Perdóname Anita. Creo que me equivoqué.