La arena crujía bajo mis sandalias y el abrasador sol me hizo odiar el casco metálico que tantas veces había salvado mi mísera vida. La manga que cubría mi brazo derecho, se me antojó demasiado apretada. Me arrodillé frente al altar, sin soltar la gladius que llevaba fuertemente empuñada, y me encomendé a mi dios. Mi adversario, junto a mí, hizo lo propio. Hasta mis oídos llegaban los rugidos de las bestias que aguardaban abajo y el furor del público congregado en las gradas. Por un momento, vino a mi memoria el día en que fui capturado y vendido como esclavo a mi entrenador. No sabía lo que la vida me depararía a partir de entonces. Pero años después, me había hecho un lugar en tan ardua dedicación. El reconocimiento y la fama no era lo que me importaba. Por encima de todo, quería sobrevivir. No temía ni al dolor, ni a las heridas, pero no soportaba esos inacabables minutos antes del inicio del espectáculo, pues nunca sabía qué acontecería esa jornada sobre la arena.
Jornada sobre la arena (Lidiacastro79)
