Por aquel tiempo llegó a la villa João Caminha, que pronto será conocido como “el portugués”. Accedió montado en su rocín blanco que se mimetizaba con la arenisca y la roca de aquel paraje.
Unas buenas alforjas y el sombrero de ala ancha, le entorpecían la visión de la empinada cuesta. En cuanto cruzó la muralla que da acceso a la villa, dijo: —Aquí me quedo, ya não subo más cuesta. Y allí montó su negocio y pasó el resto de su vida.
Su obsesión era navegar. Cada legajo que caía en sus manos lo guardaba como un secreto, para poder estudiarlo en la noche cuando el viento revoca por la chimenea de su taberna el inconfundible olor del orujo que a esas horas corre a raudales.
João juraba con la jarra rebosante de vino en la mano, que muchos marinos volvieron con tanto oro, que les sobró.
El Nuevo Mundo ofrecía enormes oportunidades, y toda una jauría humana desembarcaba en sus costas para cumplir con esos sueños de prosperidad. João Caminha era el ascua que mantenía aquella llama viva.