He permanecido allí todos estos años: en ese peculiar cuarto naranja, húmedo y discreto, que atesora íntimos y profundos secretos. Estoy anclado a una pared agrietada que me impide mover. No soy nada más que otro objeto rectangular de la meticulosa composición del baño de Margarita: mi amor. Por las mañanas se desviste frente a mí pero no se atreve a observar su cuerpo en mi reflejo. Yo la contemplo por su belleza celestial, su gracia tímida y sus imperfectas órbitas. Algunas veces, Margarita me mira con ojos llorosos y me dice con voz quebrada: “No valgo nada”. La imagen de sus ojos ocre se adhiere a mí con un suspiro que me empaña. Me duele verla así. Intento ser más límpido y cristalino para que descubra el esplendor de su ser. Le enseño entonces su realidad más pura, la inocencia pueril de su mirada y la vehemencia de su alma.
Dulce Margarita, no llores tu ausencia. Reconoce tus virtudes y regocíjate en ellas. Ámate, quiérete y nunca más serás un añorante cuerpo inhóspito.
Muy tierno.Me gustó