En el tejado de la iglesia crece de madrugada, con un cielo sin nubes, entre dos jóvenes, el único charco de la región; en su superficie la luna, como costra de rubí, tiembla con cada nueva gota. Junto a él una daga, más un revoltijo de trapos, pieles, calzados y zamarros, atados con un sayo y un corpiño. Los adolescentes alzan sus rostros, miran la silueta de luceros nítida en el cielo; ambos desean palpar aquel brillo quimérico como el amor que se profesan, sentirlo sobre su piel en una constelación de deseo. Él, realista y sereno, piensa que pronto alcanzarán las estrellas; ella, utópica y exaltada, sonríe mientras le abandonan las fuerzas: ambos saben que nadie más les despreciará. Se enredan de manos y labios, un intercambio de huellas sobre sus pieles, un escrito que habla sin palabras. Antes de desmayarse, los hermanos hacen una cadena con sus dedos y así se arrojan hacia el patio; arriba queda una luna cuyo reflejo de rubí cesa de titilar.
Géminis (Ewal Carrión Díaz)
