La columna de humo le alcanzó por encima de su cabeza. Su pesado caminar, de vuelta a casa, se le antojaba cada vez más lento, letárgico incluso. Moviendo la cabeza de un lado a otro, iba dejando una figura que asemejaba el deambular de una bestia herida.
Virgilio no entendía de traiciones ni de celos. Su mundo estaba hecho de duro trabajo en el campo, de sueño reparador y de pan cotidiano compartido en apacible silencio con su mujer. Sin embargo, aquella mañana, le resultó tan fácil dejarse llevar. Tan inútiles fueron los alaridos de súplica como las palabras, ya incongruentes, para evitar que Virgilio rociara con aquella mezcla infernal de gasolina e infinita rabia, la caseta de los aperos.
Solo y sentado en el porche de la casa, Virgilio, quiso contemplar cómo las llamas consumían aquel suceso teñido de deseo excesivo. En su interior, lentamente, fue dejando anidar la idea de que el fuego que estaba segando aquellas dos infames vidas, sería sin duda de origen sagrado.
Fuego divino (José Alejandro López Carrasco)
